Author: Anfechen
•15:04
Una ilusión rota más, a quién le importaba, ¿Debía importarme? ¿Es que acaso en algún momento creí que tendría alguien a quien comunicarle algunos de mis pensamientos? En realidad, sí lo había pensado en algún momento. A mis 22 años la vida avanzaba rutinariamente, probablemente por mi empleo silencioso de bibliotecaria, pero a quién quería engañar, era el mejor trabajo para alguien como yo, una mujer sin voz. Sólo debía señalar los letreros de “buenos días”, “qué titulo desea”, y otros. Por otra parte, la biblioteca municipal no era el sitio más frecuentado de la ciudad, y ya conocía a casi todos, razón por la que mis frases predeterminadas volvían muy prácticas las conversaciones.
No era infeliz por mis años de escucha activa, como solía llamar a mi inhabilidad de articular pensamientos, ya que me había otorgado de forma obligatoria la capacidad de analizar el comportamiento de quienes me rodeaban, y de algún modo observaba eso como una ventaja.

No siempre fui muda, hasta los siete años hablaba como los demás, mi voz se apagó junto con la de aquel hombre, esa gris tarde de mayo. Recuerdo que vivíamos en la calle, decía que me había encontrado siendo muy pequeña, y que no le había quedado más remedio que cuidarme, creía que era lista y que sería el legado de sus ideas. Creo que en el fondo me quería, me atrevería a decir que como un padre, aunque no lo demostrase. Era un agitador de masas, capaz de mover montañas de personas con elocuentes discursos poco comunes en un indigente, sus palabras evidenciaban que vivía en la calle por rechazo al sistema más que por destino, solía decirme que no le harían callar a menos que su voz fuese destrozada, tenía fe en que alguna vez yo pudiese encender los ánimos como él. Aquella tarde los tumultos fueron más allá de lo esperado, lo detuvieron y lo último que me dijo fue.-Mantente a salvo, no hables.-Entonces comprendí que las armas podían más que los argumentos cuando estos no eran realmente escuchados. Siempre pensé que debía ser muy difícil tratar de explicar a un militar con fúsil en mano, alguna palabra diferente a “fuego”, o “alto al fuego”, dudaba que en su cabeza pudiese ingresar información adicional a cómo jalar un gatillo, o cómo humillar más a un ser humano. Cualquier cosa que rompiese sus esquemas, ensuciara sus uniformes, o peor aún, insultase a los símbolos que les otorgaban seguridad, resultaba peligrosa y pronta a extinguir. De seguro, para aquellos pobres uniformados, era abrumador oír a aquel hombre gritarles que abrieran los ojos, que eran manipulados por un gobierno, que en lugar de defender la patria estaban manchando la historia con sangre inocente, y de paso sumando ceros a la derecha de las ya suculentas cuentas de los comandantes ante los que debían humillarse y cuadrarse a diario. Supongo que tanta información en tan poco tiempo, los asustó tanto que jalaron el gatillo, cual si las balas cambiasen esa realidad tan molesta, como si aquello viviese en una persona y no en sus propias vidas.

Luego de huir despavorida, concluí una sola cosa, los gritos no conducen a nada bueno, las voces no son buenas. Alguna parte de mi cerebro, esa que debía trabajar para que mis cuerdas vocales vibrasen a voluntad generando sonidos, se bloqueó para siempre.
A veces, cuando me sentía fuerte, segura e invulnerable, intentaba inútilmente emitir sonidos, pero el resultado siempre era frustrante.
Pasaría algún tiempo para que me enviaran a un hogar de menores, obtuviese algo de educación y consiguiera lo que obtuve hasta ahora. Esa era la historia de mi vida, una historia que nadie conocía, no era algo digno de ocupar frases en el portafolio, no quería parecer vulnerable, ya generaba lástima por mi “escucha activa”, sumar la triste historia del porqué, sólo empeoraría las cosas.

Tenía un solo amigo, Marcos, cada viernes me invitaba a un café para hablar interminablemente de su trabajo, de las muchachas que conocía y luego disculparse para agregar.-¿Algo que escribirme?- Yo sonreía, irónicamente y escribía algo desagradable que le hacía reír.

De vuelta a la realidad y al presente, entré a la biblioteca enfadada, arrojando el abrigo y encendiendo la radio de forma brusca. El portero me siguió preocupado, ¿Ocurre algo Carla?- Mostré el cartel predeterminado que más me representaba en esos momentos.- Todo mal, vete al diablo. El sonrió y me dijo, tienes problemas del corazón, me burlé y esta vez escribí.- ¿Desde cuando eres cardiólogo?- El siguió silbando y hablando del amor. El amor y un fastidio, pensé, entonces continué con mi habitual labor de plagar el portafolio de imágenes buenas, de esas que dicen más que mil palabras. Lo que de verdad me enfadaba era el no tener que escribir algo nuevo en mi portafolio, siempre las mismas frases, nadie a quien decir algo para lo que no existiesen palabras. Al no hablar, tenía la ventaja de pensar bien antes de escribir, y hasta ahora, nunca había sentido la necesidad de inventar una palabra nueva, para expresar un sentimiento descomunal.

No sé qué me hizo creer que el sujeto de la micro aparecería como algo importante en mi vida, quizás su mirada transparente, diferente a todas las demás, su nerviosismo al hablar era sencillamente…tierno. Lo observé atentamente, de un modo más discreto que el suyo, claro está, quizás nunca lo notó. Es extraño, pero la vez que me siguió al trabajo, no sentí ganas de golpearle, quería que me hablase, saber de él.

Atendí con frases pesadas a todos los concurrieron a la biblioteca ese día, todos notaron que algo me pasaba, y en lugar de enfadarse por mis malas palabras sonreían, cual si fuese un bebé diciendo groserías. Mi frase más usada durante toda esa semana fue; "Cuando hables procura que tus palabras sean mejores que el silencio".

¿Fin?





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